Emociones propagandísticas

monográfico · La Razón y la Emoción en Política

Emociones propagandísticas

Jordi Bernal


 

“Una película es como un campo de batalla. Es amor. Odio. Acción. Violencia. Y muerte. En una palabra: emociones”. Sam Fuller

“La nueva propaganda no sólo se ocupa del individuo o de la mente colectiva, sino también y especialmente de la anatomía de la sociedad, con sus formaciones y lealtades de grupos entrelazadas. Concibe el individuo no sólo como una célula en el organismo social sino como una célula organizada en la unidad social. Basta tocar una fibra en el punto sensible para obtener una respuesta inmediata de ciertos miembros específicos del organismo”. De esta manera define Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud y considerado el padre de las Relaciones Públicas, el papel que desempeña la propaganda en las sociedades modernas. El breve y lúcido ensayo Propaganda (Ed. Melusina, 2008) describe los métodos con que organismos y administraciones de distinta índole se sirven de los medios de comunicación para persuadir y moldear la conciencia del público.

No es la propaganda un invento de los tiempos de los Mass Media pero sí que, a partir de la revolución industrial y favorecida por los sucesivos avances tecnológicos, alcanza una influencia mayor. Por poner un ejemplo: La Eneida es un encargo del emperador Augusto al poeta Virgilio con el objetivo de glorificar el poder del imperio comparable en intención al panegírico estalinista Octubre (1928) de Sergei M. Eisenstein. Sin embargo, el impacto propagandístico de este segundo fue mayor por la sencilla razón de que se valió de un espectáculo global como es el cine.

En la primera mitad del siglo XX, antes de la consolidación masiva de la televisión, el cine alcanzó su máximo poder comunicacional. Junto al periódico y la radio, se convirtió en la más eficaz de las herramientas en la sensibilización de “células organizadas en la unidad social”, para decirlo con Bernays. Patrones de conducta, gustos o modas fueron modelados a través de la pantalla. La iconografía cinematográfica proyectaba su propio reflejo deslumbrante en una sociedad mimética. El influjo y poder de la imagen contemporánea quedaron enseguida demostrados con la construcción de la suprema industria del espectáculo: Hollywood. Aquel mastodonte esplendente e insomne se dedicó, cual Scheherazade mecanizada, a nutrir de sueños las noches ajenas mediante un módico precio. La influencia social del cine pronto se vio acotada por el control del estado y los intereses políticos. Como ejemplo más popular encontramos el conocido como Código Hays, un sistema de censura que se aplicó en el cine estadounidense a partir de la década de los años treinta y que restringía la muestra de escenas violentas, historias crudas o imágenes con elevado voltaje sexual. La mayoría de historiadores del cine considera esta regulación, que debe su nombre al líder del Partido Republicano William H. Hays, como un punto de no retorno a la edénica y ácrata época inaugural del cine hollywoodiense.

Sea como fuere, el Código Hays coincidirá con otro fenómeno de apropiación del cine por parte de la política: la propaganda fascista. Publicista redomado, Benito Mussolini fue el primer dictador moderno en comprender la extraordinaria capacidad propagandística del nuevo arte. No por casualidad, el “Duce” había hecho sus pinitos apareciendo en la película de 1923 La ciudad eterna, producida por Samuel Goldwyn, uno de los padres de los estudios Metro Goldwyn Mayer, y en cuyo reparto figuraba una de las estrellas mas importantes del cine de la época, Lionel Barrymore, y demostrado además que el histrionismo abigarrado era una de sus más preciadas cualidades interpretativas. Mussolini trasladó, pues, todo el imaginario fascista a la fastuosidad de la producción en cadena de películas. Con la puesta en marcha en 1936 de Cinecittà, una megalópolis audiovisual destinada a la loa mussoliniana, el fascismo tomaba el control del arte de masas. Escipión el africano (1937) recuperaba el esplendor imperial pretérito para proyectarlo en un presente de solidificación nacionalista. El film narra la victoria de Escipión el Africano sobre Cartago durante las II Guerras Púnicas y la expansión de los territorios de Roma en África. Es fácil advertir el paralelismo con la última conquista que había realizado Mussolini en 1936 en Etiopía. Así pues, la propaganda emocional buscaba en las glorias pasadas la esencia del pueblo belicoso, audaz y triunfante.

También el nazismo se valdrá del cine como arma política y de conmoción ideológica. Su muestra más lograda y representativa –El Triunfo de la voluntad (1935) de la cineasta Leni Riefenstahl- es un canto a la nueva raza aria y una divinización de su líder supremo, Adolf Hitler. El célebre ministro de Propaganda, Joseph Goebbles, adaptó las técnicas de propaganda soviética elevándolas y perfeccionándolas. La explotación emocional de las imágenes con fines propagandísticos será una constante en la cinematografía del III Reich. El cine alemán, por orden del Goebbels, se dejó influir por la teoría del montaje de Eisenstein, especialmente por la utilizada en El acorazado Potemkin (1925). Goebbels recomienda a los cineastas que vean El acorazado Potemkin para que descubran de qué manera el montaje resulta una herramienta de persuasión fabulosa para manipular la realidad en una ficción. Para, en definitiva, despertar unos sentimientos determinados en el público.

La emoción benigna

La utilización política de las emociones mediante la estética se impondrá como la gran arma propagandística no solo en la consolidación de los tres grandes regímenes totalitarios del siglo XX sino también durante la II Guerra Mundial. Antes de la entrada de Estados Unidos en la guerra, Hollywood tenía prohibido cualquier intento de crítica directa al nazismo. La política de aparente neutralidad se había trasladado a todos los ámbitos de la vida pública. Solo el indomable Chaplin se atrevió a desobedecer las órdenes con su mordaz caricatura El Gran dictador (1940), que además demostraba la demoledora eficacia de la comedia a la hora de ridiculizar la sombría y circunspecta magnificencia nacionalsocialista.

Después del ataque a la base de Pearl Harbor y con la entrada de los Estados Unidos en la II Guerra Mundial, la engrasada maquinaria de Hollywood se pone al servicio de la causa aliada. Una de las primeras tareas propagandísticas fue persuadir a la opinión pública de la necesidad de liberar de nuevo una guerra en Europa. Tal y como explica el realizador Frank Capra en su autobiografía, la sociedad norteamericana se mostraba reacia a participar en una guerra que consideraba ajena y difusa. Bajo las órdenes directas del general George Marshall, Capra se puso al frente de un departamento de información cuyo objetivo urgente era convencer a los ciudadanos de la importancia capital que tenía combatir al nazismo. Así nació la serie documental con tintes pedagógicos Why We fight. Al mismo tiempo, Hollywood redobló sus esfuerzos produciendo films que alentaban el heroísmo, la abnegación y la resistencia en la intemperie. El historiador Paul Fussell describe en Tiempo de guerra. Conciencia y engaño en la II Guerra Mundial (Ed. Turner, 2003), la manera en que la cultura popular fijó las coordenadas éticas del bando aliado. En este sentido, Casablanca (1942) representa el epítome del cine de propaganda democrático y su protagonista la personificación del nuevo héroe existencialista. El cínico Rick Blaine (Humphrey Bogart) encarna esa América que no tuvo más remedio que mojarse frente a la propagación del horror. Pese a que finja que su nacionalidad es el alcohol y su única bandera un dólar ondeante, Rick toma al fin partido por esa Europa amada y perdida (Ilsa) con su mítica y mitificada resistencia (Victor Laszlo). Como compañero de fatigas, el turbio y fascinante capitán Louis Renault, quien mandará al infame gobierno de Vichy a la basura de la historia.

Detrás de una acartonada historia de amor a manera de triángulo melodramático y zurcido con lapidarias sentencias de corazón latiendo a cañonazos, Casablanca demuestra que apelar a las emociones del espectador también puede ser una estrategia política razonable. Pues mientras Leni Riefenstahl ofrecía al III Reich un imaginario colosal de fuerza mecánica y masa enardecida, en defensa de los aliados sonaba La Marsellesa empañando ojos y sacudiendo conciencias en un humeante tugurio marroquí.