Manuel Toharia

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monográfico · La navaja escéptica

 

Por qué es importante combatir las mentiras y las concepciones erróneas en política

Manuel Toharia

 


La política es el arte de lo posible, según Maquiavelo. Es probable que una concepción muy pragmática del arte de gobernar y legislar nos lleve a buscar sólo aquello que parece posible, olvidándonos de otros retos más difíciles, incluso casi utópicos. Criticable o no, ese estado de ánimo invade seguramente a la mayor parte de nuestros “decididores” a la hora de regular la vida de los ciudadanos y decidir cómo emplear el dinero público que administran en nuestro nombre. Lo malo es que, muy a menudo, la mentira se instala en ese poder político, generando para los pueblos así gobernados problemas notables cuando no rumbos desviados y generalmente dañinos.

Eso es particularmente cierto en el caso de la ciencia. Los que llevamos ya unos cuantos años, en mi caso medio siglo, en contacto estrecho con el mundo de la investigación científica conocemos notables ejemplos de cómo al devenir político influía, en general negativamente, en el desarrollo de un mejor y más fecundo conocimiento científico, proclamando verdades a medias cuando no mentiras flagrantes sobre asuntos que más tarde quedan en evidencia. O bien, quizá peor, cometiendo errores graves en la administración de los fondos públicos dedicados a estos menesteres por simple ignorancia y por incapacidad manifiesta para entender las implicaciones que sus decisiones pueden suponer para los administrados.

Quizá la más trascendente intromisión política histórica en temas de ciencia tenga que ver con la imbricación, tan antigua como la humanidad, del pensamiento religioso y la gobernanza política. Basta pensar hoy en las teocracias, como Israel o algunos países del Golfo, cuyas legislaciones civiles se basan en textos religiosas, la Torah o el Corán.

Pero si nos remontamos a la remota antigüedad, cuando la Teogonía de Hesíodo y los relatos de Homero consiguieron asentar en los políticos de Grecia, ocho siglos antes de Cristo, una interpretación del saber basada en divinidades que nada tenían que ver con el raciocinio y la observación. Aquellos “absolutos” religiosos se imponían sin más, y al margen de las evidencias acerca de los  múltiples “relativos” que cuestionaban lo que se proclamaba como verdadero y obviamente no lo parecía.

Las intromisiones de la religión en las esferas políticas no se dieron sólo en la Antigüedad clásica; incluso hoy tenemos en España un Concordato que nos liga a la Santa Sede e inspira muchas de las normas legales que nos rigen.

En todo caso, no es de extrañar que hace milenios los humanos vieran en ciertos poderes sobrehumanos la causa de todo tipo de poderosos y dañinos fenómenos, desde las tormentas hasta los terremotos. Y, claro, ¿cómo no regular la vida de esos humanos con  normas tendentes a aplacar a dichos poderes divinos? Todo parecía estar regido por deidades supremas; ¿cómo no dedicarles, por ley, los donativos y afanes de los ciudadanos?

Los primeros filósofos, probablemente mesopotámicos, imitados y mejorados posteriormente por los pensadores griegos y latinos, quizá supieron razonar en torno a esos poderes y la forma en que los humanos podrían conjurarlos a apaciguarlos. Sin duda, pensaban ordenadamente y buscaban comprender lo que observaban, pero formaban parte de aquellas sociedades y rara vez cuestionaban las creencias impuestas por ley y acatadas por casi todos.

En realidad, si bien se piensa, eso mismo ha venido ocurriendo desde entonces, aunque sin duda la Revolución Industrial introdujo algunos matices de consideración y, en particular, la separación entre los poderes místicos y el poder de la mente humana. El famoso Deus exmachina explica muchas cosas…

En todo caso, y hasta no hace mucho tiempo, la inmensa mayoría de las sociedades, y por tanto de sus rectores políticos, han creído sin cuestionárselo que el mundo estaba gobernado por la voluntad caprichosa de unos seres superiores, diferentes para cada civilización pero siempre suprahumanos; o sea, divinos. Y cuando algunos racionalistas antiguos, y no tan antiguos, intentaron conciliar las creencias de su época con los dictados de la razón, su éxito fue siempre como mínimo proceloso. Más de uno arriesgó la vida por oponerse a las ideas dominantes: Sócrates hace 23 siglos, Hipatia hace 16 siglos o Giordano Bruno hace sólo cuatro siglos y pico, son ejemplos bien significativos de esa permanente intolerancia sociorreligiosa, y en última instancia política, que sólo admite y predica lo que la autoridad decide aquello que se debe creer y hacer.

Hoy la ciencia se guía por una metodología racional, exigente y crítica que sólo debiera tener en cuenta aquello que se puede observar, deducir, experimentar y demostrar, dentro de unos márgenes de error cuya existencia se asume y que, al final, se condensa en una frase tan escéptica como clarificadora: la verdad científica sólo lo es mientras no se demuestre lo contrario. Pero los políticos casi siempre ignoraron total y parcialmente semejante obviedad. Incluso hoy subsisten no pocos que así actúan…

Y eso que nunca fue fácil, ni en la Antigüedad, ni en el Renacimiento, ni siquiera ahora, sustraerse a la idea, bastante confortable después de todo, de que todo lo que nos rodea obedece a designios divinos, a poderes muy por encima de los nuestros y que no tenemos por qué comprender; si acaso, adorarlos y tenerles contentos para que no nos castiguen con su poder. Y si los políticos que gobiernan recogen ese sentir, tanto mejor. Aunque todo ello se base en una gran mentira, o peor, en una inmensa ignorancia.

Sin necesidad de citar los ya clásicos casos de Copérnico, Giordano Bruno y Galileo acerca de su concepción heliocéntrica del Universo cuando las normas legales y religiosas decían que la Tierra era el centro de todo, baste recordar de nuevo el caso de Hipatia, la matemática alejandrina del siglo IV que fue asesinada por una turba de cristianos fundamentalistas, enemigos de la racionalidad… No corrió la misma suerte el astrónomo Laplace cuando fue requerido por Napoléon Bonaparte para explicarle su tratado de cosmología; salió del trance con brillantez, y supo replicar con sencillez y contundencia al reproche imperial de que en todo aquello no había la menor referencia a Dios: Sire, je n’ai pas eu besoin de cette hypothèse-là.

Lo remarcable de esta anécdota es que quien reprochaba semejante osadía al científico no era un dirigente religioso sino nada menos que un Emperador cuyas leyes sociales, dicho sea de paso, forman parte nuclear todavía hoy de los Códigos Civiles de muchos países, España incluida.

Las injerencias, con base religiosa, de muchos gobernantes en el quehacer científico han sido constantes; no hace falta citar a Darwin y Wallace, quienes en el siglo XIX hubieron de afrontar numerosas dificultades a la hora de defender, no tanto ante la autoridad religiosa sino ante la autoridad civil, sus hipótesis basadas en la más pura racionalidad aplicada a sus observaciones. La Iglesia católica, gracias a gran científico y destacado jesuita de la primera mitad del siglo XX, Teihard de Chardin, acabó aceptando la evolución darwinista; pero no ocurrió lo mismo con otras religiones, lo cual no tendría mayor importancia si no fuera porque sus concepciones se trasladan a las legislaciones de diversas sociedades. Incluida la nación más poderosa del mundo; en algunos Estados norteamericanos se obliga la enseñanza obligatoria del creacionismo y el darwinismo como teorías no probadas científicamente. Y se añade sutilmente que, aun así, el creacionismo es más creíble, por ser de origen divino…

Pero quizá los peores, por recientes, ejemplos de intromisión del poder político sobre el mundo de la ciencia hayan sido el nazismo por una parte, y el régimen bolchevique y luego estalinista por otra. No son éstas cuestiones baladíes, sobre todo si consideramos, por ejemplo, el preocupante regreso de las ideologías neonazis a muchos países europeos, cuyos legisladores pueden impregnarse de esa cultura absolutista que tan reacia suele mostrase a la racionalidad.

Puede sonar ridículo aquel comportamiento de los nazis respecto a lo que calificaban, no hace falta decir que arbitrariamente, como ciencia desviada y corrompida, cuando procedía del trabajo de investigadores judíos. Los científicos judíos que tuvieron que exilarse, y cuyos trabajos fueron negados, quemados y borrados –por fortuna, sólo provisionalmente– de los libros de historia por aquellos políticos exterminadores de todo lo que no fuese producto de la supuesta, y mítica, raza aria (sea lo que sea que uno entienda por raza aria, tan utópica y falsa como el concepto mismo de raza), habían sido ya galardonados o lo serían más tarde nada menos que con un total de 16 premios Nobel. Lo que no está nada mal para una ciencia “judía” que, durante los años del poder nazi, era considerada poco menos que como una basura deleznable.

En cuanto a los soviets, antes de la guerra contra los nazis y sobre todo pocos años después, son bien conocidas las injerencias políticas en aspectos científicos de todo tipo, impidiendo el desarrollo de investigaciones que progresaban a velocidad vertiginosa en Estados Unidos y en algunos países europeos. El ejemplo más clamoroso fue, con todo, el de la genética, denigrada por el régimen soviético por falsa y antisocial. ¿Quién era el Politburó para condenar como ciencia burguesa nada menos que las leyes de Mendel?…

Rusia sobrevivió a la invasión nazi y tras la derrota del régimen de Hitler comenzó a entregarse ya de forma descarada a muy diversas concepciones engañosas de la ciencia que Stalin elevó a la categoría de legislación suprema de y para el pueblo. En 1948, en efecto, el Comité Central del Partido Comunista anunció que la violenta disputa entre los biólogos soviéticos respecto a las leyes de la herencia había sido definitivamente resuelta. La trascendencia de este acontecimiento fue tal que el diario Pravda consagró la mitad de su espacio durante una semana a las sesiones de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas. Porque el trasfondo del asunto tenía que ver con la adaptación de las leyes impersonales del determinismo materialista, eje central de la filosofía marxista que aplicaban a rajatabla los dirigentes políticos, a la realidad cotidiana del pueblo de forma tal que todas sus acciones se basaran de forma absoluta en dicha filosofía.

Pero los teóricos del Politburó habían topado con un obstáculo filosófico (en este caso la ideología sustituía a la religión, que tanto daño le hizo al progreso científico en otras épocas y en muy diversos lugares) derivado del conocimiento científico en torno a la genética y su influencia sobre la evolución del ambiente y los seres vivos. Porque la genética parecía demostrar que la herencia es el factor determinante de la evolución a través de las mutaciones, y por tanto estas no podrían ya ser el fruto de los cambios revolucionarios. ¡Tamaña herejía!… Porque para el estalinismo el entorno social y natural debía ser el principal factor formativo ya que sólo así los cambios revolucionarios inducidos en dicho entorno podrían modificar directamente el carácter de un pueblo. Que era el fin último del régimen soviético.

Y así fue cómo la genética adquirió en Rusia y sus países satélites un retraso que aún hoy les cuesta mucho intentar colmar. Algo que, en cambio, no ocurrió en Alemania debido a que muchos físicos alemanes retornaron a su patria después de la guerra, y porque, además, algunos grandes científicos nazis, como Heisenberg, en su fuero interno eran conscientes de la mentira respecto a la física del régimen en el que ellos creían. La física de Einstein, de Bohr y de muchos otros, supuestamente judía y por tanto asimilable a basura, ellos sabían bien que no sólo era acertada sino que podría incluso haberles dado un arma letal, como así fue en el caso americano. No debió ser una casualidad que el proyecto Manhattan fuera liderado por un notable grupo de científicos… judíos.

En suma, la historia demuestra que la mentira política puede acabar castigando a quien la ejerce aunque, lamentablemente, también sufran sus consecuencias los ciudadanos de a pie. Al menos, en este rápido repaso creemos haber dejado constancia de ello en el caso de las aberraciones cometidas por determinados gobernantes políticos en cuestiones directamente relacionadas con la actividad científica.

 


Manuel TohariaManuel Toharia

Asesor científico, divulgador científico

 

 


 

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