monográfico · ¿Existen los europeos?
Las profundas raíces históricas de los valores, instituciones e identidades europeas
Peter Turchin
El gran proyecto de la integración europea está fracasando. Abundan signos de disfunción: de la crisis de deuda Griega al debacle de la crisis de inmigración, y ahora el “Brexit”. Una tendencia desintegradora se refleja a nivel a nivel europeo dentro de los estados constituyentes: piensen en las derivas independentistas de los escoceses y catalanes, o en la incapacidad de Bélgica para formar un gobierno nacional durante años. En un dramático cambio de rumbo en las tendencias de posguerra, los europeos parecen haber perdido su capacidad para cooperar entre diferentes unidades nacionales y entre diferentes grupos étnicos.
Para poner este fracaso en perspectiva, conseguir que la gente coopere en grandes grupos como la UE es difícil. La ciencia que intenta comprender por qué los humanos han sido capaces de formar grandes sociedades cooperativas aún se encuentra en su infancia. Los científicos sociales realmente no pueden hacer experimentos que impliquen a cientos de millones de personas. Sin embargo, se ha conseguido mucho progreso adoptando una aproximación científica al análisis de datos históricos. [Turchin, Peter. 2016. Ultrasociety: How 10,000 Years of War Made Humans the Greatest Cooperators on Earth. Chaplin, CT: Beresta Books]
Lo que hemos aprendido es que la capacidad de la gente para formar grandes grupos cooperativos está condicionado por la historia profunda, por eventos que tuvieron lugar hace cientos y a veces miles de años en el pasado. Un factor particularmente importante que han identificado los análisis históricos es la prolongada influencia de pasados imperios desaparecidos hace mucho tiempo. ¿Por qué?
Una cooperación de éxito requiere que la gente comparta valores, instituciones e identidades sociales. Los valores nos dicen por qué queremos cooperar: ¿Cuál es el bien público que deseamos producir? Las normas y las instituciones nos dicen cómo vamos a organizar la cooperación. Las identidades compartidas ayudan a que la gente se una entre sí para superar las barreras a la cooperación (tales como la tentación de aprovecharse de los esfuerzos de otros). Como ejemplo, el mismo principio de gestión de acción colectiva, identificado por el politólogo premio Nobel Elinor Ostram consistía en definir claras fronteras de grupo. Los valores, instituciones e identidades desajustadas a menudo arruinan el esfuerzo de cooperación incluso antes de que tenga la ocasión de empezar.
La experiencia histórica de vivir en el mismo estado a menudo resulta en la extensión de valores comunes, instituciones e identidades entre grupos inicialmente diversos. Elementos de cultura, incluyendo aquellos que afectan a la cooperación, cambian lentamente, y a menudo persisten durante largos periodos de tiempo después de que el imperio original se haya disuelto.
Podemos emplear los datos del World Values Survey (WVS) para visualizar estos “imperios fantasmas del pasado”. WVS ha estado recolectando datos de las creencias de las personas en muchos países desde 1981. Los investigadores han descubierto que mucha de la variación entre poblaciones de diferentes países puede describirse en sólo dos dimensiones: (1) Valores tradicionales Versus Valores secular-racionales y (2) Valores de supervivencia versus valores de auto-expresión. Cuando se plasman los valores de cada país en la muestra en un espacio de dos dimensiones definido por estos dos ejes, tenemos lo que se conoce como Mapa cultural de Inglehart-Welzel. He tomado los datos de WVS para países europeos de la última (sexta) encuesta, y los he asignado un código de color en función de la historia compartida entre estados pasados: los imperios carolingios, Habsburgo, otomano, británico y ruso. “Nórdico” se refiere a los imperios danés y sueco (dado que Dinamarca en algunos puntos del tiempo histórico incluye Noruega, Islandia y parte de Suecia, mientras que Suecia incluye Finlandia).
Tal como demuestra el gráfico, los países modernos que pertenecieron al mismo pasado y ya concluído imperio, se agrupan de modo muy estrecho. Existe una superposición escasa. Y donde existe, puede reflejar la influencia de imperios incluso más antiguos. Por ejemplo, España, Italia, Grecia y los Balcanes fueron en su totalidad regiones centrales del imperio romano.
Tiene particular interés el agrupamiento de los países que solían ser parte del imperio carolingio (que alcanzó su punto culminante en 800 bajo Carlomagno). Es destacable que el grupo original de seis estados europeos que firmaron en 1957 el tratado para establecer la Comunidad Económica Europea, precursora de la Unión Europea (Francia, Alemania, Italia y el Benelux), fuera también el núcleo del imperio de Carlomagno.
Esto no es una coincidencia. El imperio carolingio fue la forma embrionaria de lo que hoy llamamos civilización occidental. La mayor parte de la cristiandad latina, esa parte de la Europa medieval que era católico romana, más que ortodoxa o no-cristiana, consistió en los estados carolingios sucesores (esto es, Francia y el imperio germánico, también conocido como “Sacro Imperio Romano”). Con posterioridad se añadieron a este núcleo regiones que fueron conquistadas a no-cristianos (por ejemplo, la mayor parte de España o Prusia) o bien proselitizadas a partir de tierras anteriormente carolingias (por ejemplo, Dinamarca y Polonia). Aunque nunca unidas políticamente tras el fragmentado imperio carolingio, los habitantes de la cristiandad latina conocían una cierta pertenencia supranacional.
Fueron unificadas por su fe común, liderados por el papa de Roma, por cultura compartida, y por el lenguaje común de la literatura, la liturgia y la diplomacia internacional: el latín. Como nos dice el historiador Robert Bartlett en The making of Europe: Conquest, colonization and cultural change, 950-1350, los foráneos también eran conscientes de su identidad supranacional, y llamaron colectivamente a los latinos cristianos “los francos” (“Faranga” en árabe, “Fraggoi” en griego). El juglar Ambroise escribió sobre la primera cruzada, “Cuando Siria fue recuperada en otra guerra y sitiada Antioquía, las grandes guerras y batallas contra los turcos y los rufianes, en las que tantos resultaron masacrados, no había riñas y peleas, nadie preguntaba quién era normando o francés, quién era de Poitou o bretón, quién de Maine o Burdeos, o quién era flamenco o inglés…todos se llamaban “Francos”, fueran marrones o rojizos, alazanes o blancos.” La cristiandad latina era la precursora directa de la civilización occidental, e incluso el cisma religioso de la Reforma, pese a la sangre que derramó, resultó ser un querella de familia. No destruyó la identidad primordial cuyas raíces se remontan a los carolingios, y que sirvió como base del actual proyecto de unificación europea.[ii]
En retrospectiva, sin embargo, la excesivamente rápida expansión de la UE desde el grupo central de seis hasta los actuales 28 contribuye claramente a su disfunción. Las disfunciones aparecen porque, en primer lugar, es más sencillo que seis personas (o seis jefes de estado) converjan en un curso mutuamente acordado de acción a que lo hagan veintiocho. En segundo lugar, y tan importante, es el hecho de que la expansión más allá del núcleo carolingio (círculos rojos en el gráfico) reúne a gente (y políticos) de diversas culturas que sostienen diferentes valores y toman caminos incompatibles hacia la cooperación. Esto puede apreciarse en la gran dispersión de los círculos que representan a estos 22 países adicionales en el gráfico. Un desajuste normativo e institucional así creó barreras adicionales para una acción colectiva eficaz.
¿Sería más útil para la integración europea seguir una aproximación “modular” más que progresiva? Por ejemplo, los países nórdicos ya poseen sus propios “núcleos de integración”: el consejo Nórdico. Otro es el grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, Eslovaquia y la república checa). ¿Acaso la UE no funcionaría mejor como un conjunto anidado de tales grupos, más que como uno grande apoyado en acuerdos informales entre los estados más poderosos?
Escribiendo recientemente en la revista científica internacional Nature [Turchin, Peter. 2016. Mine the Past for Patterns. Nature 535:488-489], hice un llamamiento para estudiar más estas ideas, empírica y sistemáticamente, haciendo uso de grandes bases de datos históricas que puedan representar a fondo el registro histórico (por ejemplo, ver Seshat: Global History Databank [iv]).
He aquí algunas cuestiones que podríamos formular: ¿Qué acuerdos administrativos e instituciones políticas ayudaron a la cooperación en grandes imperios (que a menudo comenzaron como confederaciones), tales como Roma, la confederación Maratha, o los Estados Unidos? ¿Qué podemos aprender del destino del imperio de los Habsburgo, el intento previo (y fallido) de una “Unión Europea”, unido por una serie de matrimonios dinásticos? ¿Qué tipo de jerarquía de uniones políticas funciona mejor: una plana con un sólo nivel, o una anidada de multinivel? ¿Qué importancia tiene el sentido de una identidad compartida a la hora de mantener juntos a grandes grupos humanos?
Entre los responsables políticos existe una marcada tendencia a tratar las crisis económicas y políticas de hoy como si carecieran por completo de precedentes, lo cual nos lleva a repetir viejos errores. Pero aunque ignoremos a la historia, la historia no piensa ignorarnos a nosotros.
Peter Turchin
University of Connecticut and the Evolution Institute