monográfico · La Razón y la Emoción en Política
La secesión a la española: itinerarios afectivos
Adolf Tobeña
La efervescencia secesionista en Cataluña ha ofrecido, a lo largo de siete años, un repertorio de espectáculos tan vibrante que se ha ganado a pulso la atención de las tribunas internacionales más distinguidas. Las estaciones mayores y no pocas de las “performances” domésticas del independentismo han tenido un seguimiento meticuloso por parte de los púlpitos con mayor prestigio y capacidad diseminadora del globo. Es un mérito indiscutible del activismo secesionista y sus eficaces propagandistas. Se ha fichado o seducido a líderes en múltiples ámbitos de la persuasión mediática o en las redes, que han actuado con una gran profesionalidad para vender al mundo la aspiración catalana de alcanzar la plena soberanía por vía plebiscitaria. El penúltimo de esos voceadores, el New York Times, aconsejaba al Gobierno español, en un perentorio editorial (24-6-2017), los pasos que debía emprender para dar curso a ese anhelo mediante una consulta de autodeterminación vinculante.
A pesar de las cascadas de interpretaciones[1] que ha suscitado el fenómeno hay un ingrediente en ese ambicioso y tenaz envite al que no se ha dedicado, a mi modo de ver, el debido cuidado. Me refiero a la reacción de los interpelados por la exigencia de sustanciar una segregación inapelable. Es decir, a los cálculos, las expectativas y las vivencias afectivas de los futuros “abandonados” en ese horizonte de divorcio sin vuelta atrás. Excluyo, a propósito, de esa condición de “víctimas” a los catalanes de filiación no-secesionista porque, aun siendo una mayoría social clara, no han conseguido montar un dique político sólido para contener el impetuoso oleaje secesionista y, por tanto, cuentan más bien poco o nada. Además, ellos pueden aspirar al torrente de oportunidades, privilegios y virtudes que traerá, con seguridad, la futura República transpirenaica con lo cual cabe pensar que avizoren posibles ganancias para llevarse al zurrón, si actúan con tiento.
Mi interés se dirige a la digestión psicológica que han podido hacer el resto de españoles ante un litigio familiar, en fase de crisis, aunque se ha ido enquistando en un impasse atrincherado e interminable. Un litigio que por fuerza ha debido dejar mella afectiva a pesar de no haberse concretado nada irremediable, por ahora. Hay que descartar, de entrada, el desinterés distanciado y altivo por un fastidio que crepita en uno sólo de los confines peninsulares, porque el desafío secesionista ha copado el candelero político, en todo momento, desde que tomó cuerpo. Es cierto que a menudo se detectan mohines o expresiones de indiferencia o hastío, pero suelen ser impostados o sobreactuados. No ha lugar a pretender sacudirse, sin inmutarse, un moscardón singularmente molesto porque todo el mundo sabe ya que la plaga es mayúscula y señorea un territorio y un dominio económico nada despreciable. Vital, en realidad, para los intereses de todos.
En la metabolización hispana del problema me ha parecido observar, al menos, tres fases. Una primera de sorpresa e incomprensión genuina, en el estallido inicial: ¿a qué viene ahora, esa demanda enervante, en tiempo de zozobra y grandes estrecheces?. Una segunda de indignación contenida: ¿cómo es posible que uno de los rincones más ricos, avanzados y políticamente autónomos de Europa ose pregonar agravios imaginados y exigir rupturas expeditivas, mediante argucias y trágalas ventajistas?. Y una tercera de resignación llevadera ¿no será mejor, ante tamaña obstinación, soltar algún lastre simbólico y pecuniario para conseguir que ceda el chantaje y dejen de dar la lata, de una vez por todas?. En eso estamos, me parece. España forma parte, según todos los barómetros sociológicos serios, de la quincena de países más liberales y permisivos del planeta[2]. Pertenece, por fortuna, al estupendo club de las democracias más abiertas, acogedoras y cordiales. Ha conseguido superar, en puntuaciones de calidad democrática, a un buen puñado de las sociedades más acreditadas en el buen vivir y en el respeto hacia todos los modos de pensar y de actuar. Su ciudadanía lo tiene bastante interiorizado, de modo que ofrece muy pocas muestras de estar dispuesta a dispendios o sacrificios por una vieja y enconada disputa vecinal. Se percibe incluso una tendencia creciente a considerar aceptable una futura separación de mutuo acuerdo, preservando quizás algunos lazos simbólicos y fijando convenios comerciales y defensivos preferentes.
Ya se irá viendo, pero sospecho que, a día de hoy, coexisten ingredientes de todo lo anterior en el panorama afectivo que adorna (o corroe, según se mire) la convivencia hispana. En definitiva, que el secesionismo ha ganado ya una importantísima batalla psicológica al conseguir que buena parte de la ciudadanía celtíbera haya comenzado a considerar la segregación de algunos de los pueblos que cohabitan en las Españas, como una opción perfectamente debatible y plausible. Sin tabús, aspavientos o descalificaciones. Tengo para mí que, para que eso haya ido cundiendo ha sido crucial, asimismo, la actitud que el Gobierno central ha mostrado a lo largo del exigente envite catalán. La paciencia marmórea, la estoica impavidez, la olímpica cachaza y la inigualable prudencia y serenidad que ha sabido mostrar el premier Rajoy ante órdagos e imposiciones impensables y unas urgencias aparentemente inaplazables, han contribuido a temperar, en gran manera, la previsible ebullición en todas las trincheras. Esa encomiable virtud del primer ministro español ha sido tomada, erróneamente, como su mayor defecto. Como paradigma de dos pecados capitales que habrían contribuido a envenenar el litigio: la pereza en la gobernanza, dejando que el tiempo y las consabidas desavenencias de los adversarios acaben por arreglar cualquier desaguisado, por ominoso que sea; y el desdén soberbio ante un inveterado pleito de aldea, contra el que poco cabe hacer u oponer salvo la mejor y más resignada templanza. Ya se verá, asimismo, cual es el diagnóstico final para ese modo de manejar el timón, en función de cómo evolucione y acabe (si es que acaba), el asunto.
De momento, lo que no puede negarse es que, en la España de hoy, andaluces, gallegos, canarios, valencianos, navarros, manchegos, menorquines o leoneses (por mentar algunos paisanajes de innegable carácter y gran poso histórico), pueden debatir y emprender iniciativas para intentar desgajarse del marco hispano, si así lo desean y lo deciden mayorías cualificadas, sin que nadie se rasgue las vestiduras. Todo puede debatirse y todo o casi todo puede someterse a la consideración ciudadana, con las debidas cautelas normativas. Esa es otra espléndida contribución, otro hito modernizador que el impetuoso soberanismo catalán deja para un futuro que puede que siga siendo (o no) común.
Concibo esperanzas de que en España se estén trenzando nuevos mimbres para fortalecer vínculos entre países que llevan siglos conviviendo, mal que bien, bajo el mismo paraguas o, en su defecto, para dar con unas fórmulas benignas y consensuadas para cambiar de parapeto, observando un respeto esmerado por los pactos previos. Es decir, todo lo que distingue a la civilidad más abierta y madura. A pesar de las beaterías, los apasionamientos y las mendacidades que arrastra el fatigoso sainete catalán, sospecho que en los laboratorios de componendas políticas hispanas andan ensayándose y cocinándose recetas imaginativas para encauzar los anhelos de reconocimiento identitario que anidan, invariablemente, en todos los pueblos de largo recorrido. Es decir, para conjugar de manera aceptable las espléndidas ilusiones y los cálculos confesables (y los inconfesables), que emergen en los conflictos etno-culturales. Todo ello para intentar eludir el legado de gravosas facturas que suele dejar el ejercicio imprudente del derecho a la auto-determinación, tal como lo promovió el infausto Woodrow Wilson. Hay que esperar que cristalicen fórmulas exquisitas para que, como en el caso de la mejor tortilla que depara la cocina mundial, la española, los pinchos o las raciones sigan siendo memorables al mostrar, sin desdoro, el aroma, el sabor y la textura de una combinación poco menos que imbatible. Todo un campo de pruebas para el manejo sofisticado de razones y emociones en el incandescente tablero de la política vecinal hispana.
Adolf Tobeña, verano 2017.
[1] Yo también he alimentado ese flujo (Tobeña A (2017) La pasión secesionista, Barcelona: ED Libros) con una contribución dedicada a los vectores psicológicos del conflicto.
[2] Kekic L (2017) The Economist Intelligence Unit’s index of democracy, The World in 2017 (pp. 1-11); Stankov L (2016) Individual differences within the psychological atlas of the world, Personality and Individual Differences, 94, 180-188.