monográfico · ¿Existen los europeos?
Más que un club
Adolf Tobeña
La Unión Europea es mucho más que un club, pero es también mucho menos que una nación o un estado. Todo el mundo tiene clara esa disyuntiva y de ahí deriva, sospecho, la necesidad de preguntarse, una y otra vez, si los europeos existen y quienes son, al fin y al cabo, los que ostentan y merecen de veras esa condición.
Cuando la Gran Bretaña decidió darse de baja, el pasado mes de Junio, del influyente club de Bruselas andaba yo recorriendo caminos de montaña en los Alpes del Valais suizo y mis compañeros de fatigas eran, todos ellos, británicos y oriundos del país. De pronto, al caer la tarde y después de habernos enterado de la votación favorable al Brexit, constatamos con perplejidad que el único ciudadano europeo que quedaba en la expedición era yo. El sureño de tez oscura y costumbres algo anárquicas era, de pronto, el único que podía lucir un pasaporte con sello reconocido del club europeo, mientras que mis pálidos, metódicos y fiables colegas eran, todos ellos, extranjeros. Bárbaros: gente situada más allá de la frontera. Era evidente que, a partir de una serie de decisiones políticas y administrativas impecables, se había generado un contrasentido. Porque todo el mundo sabe, asimismo, que pocos pueblos hay en el subcontinente que encarnen mejor la idiosincrasia y los valores que se promueven en Bruselas y en Estrasburgo, que los suizos. Y es de sobras conocido, por otro lado, que los británicos son unos isleños petulantes y ensimismados, pero que van a seguir amarrados al subcontinente por una contigüidad y unos lazos tan añejos y poderosos que cualquier foráneo de verdad (un japonés o un polinésico, por ejemplo) los considera mucho más europeos que a cualquier tipo con aire mediterráneo, por más aséptico y formal que se muestre.
[pullquote]los europeos más obviamente europeos para la mirada ingenua y externa, no pertenecen al gran club europeo[/pullquote]Hay ahí un problema, por tanto: los europeos más obviamente europeos para la mirada ingenua y externa, no pertenecen al gran club europeo. He usado esa anécdota, pero cabria imaginar otras muchas igual de plausibles. Y podrían efectuarse observaciones quasi-experimentales. Así, si en un congreso o en una reunión gremial se preguntara a observadores externos que identificaran y puntuaran, mediante una escala sencilla que evaluara gradaciones de europeidad guiándose por el aspecto físico, a los componentes de mesas formadas por escandinavos, neerlandeses, rusos, teutones, griegos, italianos o portugueses sospecho que se obtendrían escalonamientos apreciables a pesar de las inevitables superposiciones. Si al aspecto físico se le añadiera la voz, esas distancias es muy probable que quedaran convertidas en brechas perfectamente consignables sin necesidad de efectuar contraste estadístico alguno.
Es un tipo de experimento imaginario al que podrían añadírsele diversos controles para darle la imprescindible robustez. Si se dieran los hallazgos presumibles que acabo de enunciar estaríamos ante diversas constataciones: 1) Hay tipologías bastante diferenciadas de europeos; 2. Se las puede percibir y agrupar con facilidad mediante marcadores sencillos, detectables a distancia y sin necesidad de preguntar nada; 3. Esas agrupaciones obtienen unos puntajes de europeidad distintivos por parte de la mirada ajena e ingenua.
Si eso reflejara la realidad con alguna aproximación y la Unión Europea persistiera en el empeño de funcionar como un club o una alianza y no como una nación o un estado, cabe esperar que la inestabilidad del montaje devendrá crónica y la pregunta de si existen los europeos será perenne. Hasta ahora los pasos que se han dado han consistido en dotar al club de atributos realmente poderosos. Los más aparentes son disponer de una moneda única que tiene un valor sólido en el mercado, de un Banco Central emisor y regulador también único, de un presupuesto centralizado de magnitud muy considerable y de una multiplicidad de instrumentos regulatorios sobre aspectos comerciales, laborales, medioambientales e higiénicos que han quedado en manos del laberinto ejecutivo en Bruselas. Esas son las razones por las que, en el concierto de los países, las empresas y los agentes económicos de todo el globo se tome al gran club europeo muy en serio, pero sin dejar de considerarlo un club.
¿Existe algún remedio para esa situación de fragilidad relativa y perpetua que caracteriza a los clubs?. Es probable que sí y no parece muy difícil imaginar unos pocos remiendos que podrían mejorar la solidez de eso que algunos se han atrevido a denominar “imperio europeo”, cuando no ha alcanzado, ni de lejos, la condición de alianza política estable. Voy a recordar seis aditamentos, tan sólo, que han sido propuestos muchas veces para la UE:
1. Tener equipos deportivos que la representen en las grandes competiciones y en todas las facetas y modalidades del deporte.
2. Adoptar un idioma preferente, que se convierta en la voz común y oficial.
3. Crear una agencia de policía unificada con atribuciones superiores al resto de cuerpos policiales en todos los ámbitos: la vigilancia, la contención, la detención y la información.
4. Adoptar un sistema judicial fuertemente entreverado y con las instancias superiores unificadas.
5. Crear y desplegar un Ejército con capacidad para la presencia y acción efectiva en cualquier zona candente del globo.
6. Elegir, por sufragio universal, una Presidencia unipersonal cada cinco años (con o sin Monarquía simbólica añadida), de la cual derivar todas las instancias del alto poder ejecutivo.
No se necesita más. Con todo ello aceptado, votado y rubricado en un código normativo breve, el gran club europeo pasaría a ser un estado y la vivencia de patria/nación emergería y cristalizaría por añadidura. Suele haber consenso en todo eso. El problema morrocotudo es erigir el tinglado venciendo las resistencias de las instancias pre-existentes, claro.
[pullquote]Hay dos experimentos que debieran servir de modelo preferente: el norteamericano y el israelí[/pullquote]Experimentos políticos de ese cariz se han llevado a cabo bastantes veces en diversas partes del globo y con mimbres previos tan complicados, como mínimo, como los que hay en el solar europeo. Los resultados son muy variables, pero no faltan los casos que discurren de manera bastante aceptable. Hay dos experimentos que por su compleja mezcolanza poblacional de base y por los guiones doctrinales utilizados debieran servir, quizás, de modelo preferente: el norteamericano y el israelí. En los dos se usó un cóctel justificativo a base de liberalismo, cristianismo o judaísmo y algunas gotas de socialdemocracia. En los dos, no obstante, hubo guerra fundacional con la germinación de potentes nacionalismos que prefiguraron el guion de pertenencia patriótica: el americanismo y el sionismo. En el primer caso, el éxito fue tan abrumador que el resto de los pobladores del continente americano se han visto obligados a prescindir del gentilicio común. ¿Será necesario alumbrar un europeísmo combativo para que surjan los verdaderos europeos? Si así fuera y el invento tuviera éxito, quizás no habría ya por qué preocuparse por el narcisismo británico, por la tozudez suiza o por las aprensiones de algunos escandinavos o eslavos. Habrían perdido la condición de europeos y la mirada externa e ingenua sabría detectar, con facilidad, quien es quien.
Adolf Tobeña
Catedrático de Psicología Médica y Psiquiatría.
Universidad Autónoma de Barcelona (España)