Cerebros sexuados: ¿biología o biologismo?
En las últimas décadas han proliferado los informes de dimorfismos sexuales en los cerebros de una amplia variedad de especies, incluida, por supuesto, la humana. Ahora se afirma sin ambages que hay cerebros masculinos y cerebros femeninos, y hasta hay científicos que han edificado su carrera sobre este supuesto (como el ínclito Simon Baron-Cohen, quien afirma que el autismo vendría a ser la expresión de un cerebro «hipermasculino»). También se dice que este dimorfismo cerebral (que se presupone innato, lo cual es mucho suponer teniendo en cuenta la plasticidad del cerebro) puede explicar las diferencias intelectuales entre sexos evidenciadas por numerosos estudios psicológicos.Hoy es habitual escuchar afirmaciones del estilo de que las mujeres son más emotivas y tienen mayor aptitud verbal (lo que no deja de ser una reformulación políticamente correcta del viejo tópico machista de que las mujeres son irracionales y parlanchinas) mientras que los varones tienen una mayor aptitud matemática y espacial. Y los psicólogos evolucionistas han echado leña al fuego ofreciendo argumentos adaptacionistas, a cual más simplista y especulativo, para presentar tales diferencias como producto de la selección natural.
Siempre he contemplado con escepticismo la fiebre provocada por todos estos resultados, cuyo impacto en los medios suele estar muy por encima de su significación estadística, así que la reciente publicación de un nuevo estudio que viene a poner en tela de juicio la realidad misma de los cerebros masculinos y femeninos no me ha sorprendido lo más mínimo (aunque la prensa científica sensacionalista le haya prestado una atención inusual). Un grupo de la Universidad de Tel Aviv, dirigido por la neuróloga Daphna Joel, se dedicó a examinar exhaustivamente toda la información anatómica disponible sobre una muestra de 1400 cerebros de ambos sexos, y concluyó que los rasgos presuntamente masculinos en realidad están ampliamente presentes en la población femenina, y viceversa. Sólo una ínfima minoría de individuos poseía un cerebro plenamente masculino o femenino (según el estándar neurológico vigente) y la mayoría de los cerebros examinados exhibían rasgos mixtos. Ahora bien, si esto es así, ¿qué sentido tiene, entonces, catalogar ciertas características cerebrales como «masculinas» o «femeninas»?
Nuestra especie exhibe un evidente dimorfismo sexual en cuanto a la fisonomía: los varones tienen barba y muestran una calvicie más o menos evidente (un indicador de madurez que suele interpretarse erróneamente como un signo de envejecimiento), mientras que las mujeres lucen una densa cabellera y un rostro lampiño. Si damos por sentado que las barbas y las calvas son rasgos masculinos, y que las cabelleras tupidas y los rostros imberbes son rasgos femeninos, es porque tanto los varones de rostro lampiño como las mujeres calvas o barbudas son la excepción. Pero imaginemos que no fuera así, y que fuese habitual encontrar tanto varones imberbes como mujeres barbudas, o que las cabelleras densas y las calvas fuesen una visión corriente tanto en la población masculina como en la femenina. En tal caso la excepción sería más frecuente que la regla, y no estaría justificado hablar de una fisonomía masculina y otra femenina. El hecho de que las barbas o las calvas fueran algo más frecuentes en uno u otro sexo no pasaría de ser una curiosidad estadística escasamente significativa y socialmente irrelevante. Pues bien, eso es precisamente lo que acaba de demostrar el equipo de la doctora Joel: los cerebros que no se ajustan al pretendido patrón masculino o femenino son la regla y no la excepción.
Está claro que entre ambos sexos hay diferencias psicológicas y comportamentales que presumiblemente son producto de la selección natural, las más obvias de las cuales tienen que ver con la conducta reproductiva. Esto no es demasiado problemático. Por otra parte, los dimorfismos sexuales cognitivos documentados en mamíferos y aves nos enseñan que la historia natural de una especie puede dar sentido a diferencias neuropsicológicas adaptativas, y no seré yo quien niegue la relevancia de la división sexual del trabajo para la evolución humana (como sí hacen algunas antropólogas infectadas por esa perversión filosófica llamada feminismo epistemológico). Dudar de que los machos homínidos cazaban y las hembras recolectaban (una división sexual del trabajo que ya se insinúa en los chimpancés, los animales más cercanos a nosotros) es anteponer el compromiso ideológico al buen juicio científico. No soy de los que ponen su ciencia al servicio de su ideología, pero no veo por qué una aptitud cognitiva ventajosa para un sexo no puede serlo también para el otro, aunque sea en un contexto diferente. La mayor aptitud de los machos de algunos roedores para resolver laberintos, o el mayor desarrollo de las áreas cerebrales responsables del canto en los machos de algunas aves canoras, no tienen ninguna relevancia para las aptitudes de las mujeres en campos como la ciencia, la ingeniería o la arquitectura.
Solemos contemplar los sexos masculino y femenino como polos opuestos, y a los psicólogos evolucionistas les encanta presentarlos casi como especies distintas (es más, algunos han llegado a decir que ellos son de Marte y ellas son de Venus). Pero la desigualdad sexual no es algo que deba darse por sentado. Las diferencias entre los sexos, cuando existen, son un problema evolutivo que requiere explicación, no una premisa justificable con argumentos biologistas de estar por casa. En lo que a mí respecta, tengo claro que me parezco mucho más a una hembra de mi especie que a un chimpancé de mi mismo sexo. Esta es una declaración que, como he comprobado más de una vez, a menudo requiere más rotundidad de lo que podría pensarse en primera instancia, quizá por nuestro empeño en identificar y magnificar «hechos» que sustenten nuestros prejuicios ideológicos.
La publicación del estudio de Joel y compañía viene a sacudir el actual consenso científico de la existencia de un dimorfismo sexual cerebral en la especie humana. Me atrevo a augurar que muchos neuropsicólogos cuestionarán este resultado, pero no deberíamos olvidar que las opiniones, por mayoritarias que sean, no son hechos establecidos más allá de toda duda razonable. El peligro de los consensos científicos mayoritarios es que se conviertan en una ortodoxia indiscutible aunque carezcan de una base científica firme. En este contexto, conviene recordar que hasta mediados del siglo pasado el consenso científico mayoritario era que los negros estaban «menos evolucionados» que los blancos, lo que los hacía intelectualmente inferiores, una opinión no sustentada en ninguna realidad biológica tangible que hoy en día no suscribiría ningún científico que se precie (aunque siga estando muy presente en la cultura popular). La neuropsicología sexista de ahora no tiene una base científica mucho mas sólida que la antropología racista del pasado. Pero seguramente habrá que esperar a que baje la fiebre actual para que los resultados del grupo de Joel puedan asimilarse del todo. Por fortuna, en la ciencia la verdad siempre acaba por abrirse paso (aunque a veces se demore más de lo que sería deseable).
Puede que encontrar el camino de vuelta al campamento fuera una presión selectiva más intensa para los machos homínidos cazadores que para las hembras recolectoras, o puede que los psicólogos evolucionistas estén equivocados (a fin de cuentas, ellas también tenían que explorar su territorio en busca de alimento). En cualquier caso, conviene tener presente que las diferencias entre sexos en los resultados de los tests de aptitud matemática o aptitud verbal es apenas significativa, y que las distribuciones estadísticas de las poblaciones masculina y femenina se solapan ampliamente (mucho más que en el caso de la estatura, por poner un ejemplo comparativo). Es absurdo, pues, prejuzgar las expectativas intelectuales o profesionales de una persona a partir de su condición masculina o femenina. Al menos en principio, quienes promueven estos estudios psicológicos comparativos lo hacen por su interés científico intrínseco (sea éste grande o escaso, lo cual es opinable) y no para proporcionar argumentos a los que creen que la ciencia es cosa de hombres, a los empleadores reticentes a contratar mujeres por el mero hecho de serlo, o a los partidarios de implantar planes educativos sexistas. Los dimorfismos sexuales psicológicos que puedan darse en la especie humana son susceptibles de investigarse sin que haya sesgos ideológicos distorsionadores y sin que se exagere su relevancia para la vida diaria y la política social. Para ello se requiere una mente abierta, pero sin dejar de tener presente que nuestras preconcepciones pueden llevarnos a ver aquello que queremos ver, y a dejar de ver lo que no queremos ver.
Por otro lado, la disminución significativa de las diferencias en los resultados de los tests a lo largo de las últimas décadas sugiere que la biología tiene bastante poco que ver con la escasez de mujeres en campos como, por ejemplo, la ingeniería o las ciencias físicas. Dicho sea de paso, quizá sea significativo el hecho de que, a pesar de que la creencia en la superioridad verbal femenina está tan extendida como la creencia en la superioridad matemática masculina, nadie parezca encontrar incongruente que los varones dominen los puestos más altos de los escalafones profesionales en las humanidades tanto como en las ciencias. En cualquier caso, la diferencia de aptitud verbal entre los sexos es todavía menos significativa que la diferencia de aptitud matemática. De ahí que, a pesar del aluvión de publicaciones que apoyan la existencia de un cerebro masculino y un cerebro femenino, muchos psicólogos y educadores sigan dudando de que estas diferencias sean innatas.
Como señaló el gran biólogo Stephen Jay Gould, la naturaleza es amoral (y apolítica, añadiría yo). La similitud en las aptitudes cognitivas de varones y mujeres no obedece a que la selección natural sea feminista e igualitaria, sino que es un resultado contingente de la evolución humana. Igual que nos ha hecho esencialmente similares, esa misma selección natural podría haber hecho que el sexo masculino tuviera más potencia mental, del mismo modo que lo ha dotado de más fuerza muscular, pero también podría haber convertido a los machos homínidos en enanos descerebrados (como los machos de algunas especies de peces abisales, que viven como parásitos de las hembras). En principio, no hay ninguna buena razón, ningún argumento adaptacionista que pueda considerarse algo más que un cuento chino, para pensar que la selección natural haya favorecido alguna diferencia intelectual innata entre los machos y las hembras de nuestra especie. Mientras no haya una evidencia sólida de lo contrario (pruebas que deberían ir bastante más allá de los resultados de un test psicológico) es la igualdad sexual, y no la diferencia, la que debe darse por sentada.
Ambrosio García Leal
Monográfico Mujeres fuertes, hombres frágiles
Marzo de 2017