monográfico · La Navaja Escéptica
Las mentiras políticas y sus consecuencias
Julian Baggini
Es fácil condenar las mentiras políticas y catalogar sus feas consecuencias. Es más difícil e importante examinar las consecuencias de no mentir. En un mundo donde los oponentes utilizan todo tipo de trucos para derrotarte, ¿se puede permitir alguien ser tan noble?
Este es el desafío que plantea Primary Colours, un relato de ficción de la primera campaña presidencial de Bill Clinton. Al final de la adaptación cinematográfica, el presidente le dice esto a un desilusionado activista joven:
“Esto es juego duro…Es el precio que pagas por ser un lider. ¿Es que Lincoln no fue una zorra antes de ser presidente? Tuvo que contar historias sonriéndole al país. Lo hizo para tener algún día la oportunidad de defender a la nación y apelar a su mejor naturaleza. Aquí es donde se detienen las mentiras.
Este debate se enmarca a menudo como una batalla, una transacción entre principios y pragmatismo. Pero esta dicotomía pasa por alto una relación más íntima entre los dos. Los principios políticos se preocupan principalmente por resultados: deseamos crear un mundo más justo, una sociedad más igual. Y cuando los principios se relacionan con resultados, no puede haber una distinción nítida entre principios y práctica. Si, por ejemplo, rechazas contar una mentira que te permitiría conseguir una sociedad más justa, entonces no has conservado tus principios, más bien has renunciado a uno relacionado con resultados en favor de uno relacionado con el proceso o la integridad personal.
Aquí el peligro es lo que Bernard Williams llamó “auto-indulgencia moral”: mantener tus manos limpias para hacernos sentir más virtuoso al precio de hacer peor la vida de los demás: “Que se haga justicia y perezca el mundo”, como dijo Francisco I, el emperador del sacro imperio romano. La concesión mínima más obvia a una política de la pureza es aceptar que la política tal vez requiera una cierta cantidad de economía de la verdad, pero insistiendo en que esto no es lo mismo que mentir. Esta distinción, sin embargo, es sofística. La línea éticamente importante se dibuja no entre mentiras y verdades parciales, sino entre sinceridad y engaño. Nuestra reacción a ciertas medias-verdades lo refleja. Al menos hasta hace poco, cuando los políticos han engañado sin mentir técnicamente, nadie lo ha aceptado como economía razonable de la verdad. Bill Clinton, por ejemplo, es famoso por mirar a la gente a los ojos y decir: “No tuve relaciones sexuales con esa mujer, Monica Lewinsky”. Dado el uso típico de “relaciones sexuales” en su Arkansas nativo, pudiera haber sido técnicamente correcto. Pero nadie lo vio como una justificación a su negativa. Cualquier cosa que sea problemática con las mentiras politicas, lo es igualmente con todo tipo de engaño deliberado.
Moral y socialmente, pudiera parecer que todo tipo de engaño auto-producido se considera malo. ¿Por qué parece entonces que el electorado no se preocupa en absoluto por la veracidad? Para poner sólo dos ejemplos, mucha gente que votó por Trump también aseguró que creyó en lo que dijo. Pocos esperan de él que lleve a cabo las políticas que propuso. De forma similar, en el Reino Unido la campaña en favor del voto por la salida de la UE se dijeron algunas cosas escandalosamente falsas, muy en particular que salir de la UE ahorraría 350 millones de libras por semana que podrían ser gastadas en el Servicio Nacional de Salud. No sólo esta cifra era una fantasía completa, era un referéndum sobre la pertenencia a la UE y no unas elecciones generales, por lo que la campaña a favor de la salida no tenía nada que decir sobre en qué debería gastarse el dinero ahorrado.
Parte del público resultó en efecto engañado por esta mentira pero muchos se dieron cuenta y les dio igual. No esperaban que los políticos en campaña dijeran la verdad. No respondieron a la substancia literal de la afirmación sino al aspecto central del mensaje: votar por la salida hace que recuperemos el control de nuestro dinero. La gente votó en base a intenciones y principios amplios, claros y simples, no en base a hechos y evidencias discutidas. No estaban interesados en hechos objetivos, tal como expresó en particular el ministro del gobierno Michael Gove al decir que “la gente ya ha tenido bastante con los expertos”.
Es importante, sin embargo, que este desprecio por la verdad sea selectivo. Sólo a los insurgentes populistas se les concede carta blanca en veracidad, mientras que el “establishment político” se sostiene aún en criterios estrictos de integridad. Mientras que Clinton sufrió la etiqueta “Crooked Hillary” (la deshonesta Hillary) a Trump se le permitía no revelar sus pagos de impuestos. Se despreciaron como poco fiables y prueba de la mendacidad de las élites los hechos y las estadísticas de los partidarios de quedarse en la Unión, mientras que los dudosos números de los partidarios de salir fueron tomados con un encogimiento de hombros.
¿Cómo hemos llegado a esto? Parte de la respuesta reside en que, en nombre del realismo, el mainstream político permitió que la exactitud y la verdad se degradasen. Sin abrazar la idea de que la mentira o el engaño es “el precio que tienes que pagar”, se abrazó otro tipo de voluntarista separación entre mensaje y sustancia, retórica y realidad. En esta forma de retórica, las palabras y los hechos ni se contradecían ni encajaban. Más bien, se usaron dos discursos paralelos, uno estableciendo objetiva y claramente la realidad de la situación, y otro presentándola del modo más agradable posible. Se puede hacer una analogía con el discurso religioso, donde se cree que los mitos y las historias son modos de expresar el corazón de complejas verdades teológicas a la gente corriente.
En política esto se traslada a la máxima expuesta por el antiguo gobernador de Nueva York Michael Cuomo de que “Tu campaña es poesía. Tu gobierno es prosa”. La primera campaña presidencial de Barack Obama se ajusta a esta plantilla. “Si se puede” no es alta poesía, pero es un lamento memorable y emotivo, no una exposición sistemática de que lo que hace “se pueda”. El slogan no contradijo nada del programa de Obama pero tampoco decía nada de substancia sobre él. Como un mito religioso, concede a las masas un relato simple para que los motive, y deja que sea la élite política la que se encargue de trabajar en los detalles político-teológicos.
Esto parece ofrecer un camino de hacer política en el dominio público que permite pasar por alto de los hechos y los detalles, pero que tampoco implica un engaño. Parece algo benigno, y de hecho es más o menos como funcionan ahora los partidos políticos. Hay una palabra para ello: spin. Se supone que el spin no es una mentira para evitar la verdad, sino un intento de presentarla del modo más favorable posible.
Pero si el spin es benigno y no engaña, ¿Por qué se ha convertido en una palabra sucia? Después de todo, no se espera que los políticos presenten la verdad objetiva e imparcial. En este sentido, la gente espera de los políticos el spin antes incluso de que lo nombren.
Para entender el desagrado público por el spin tenemos que apreciar la distinción que hice entre retórica que se separa de la substancia y retórica que presenta la substancia de forma diferente, no es tan nítida como parece. En realidad, hay un continuo entre los dos, y esto significa que la presentación benigna puede fácilmente pasar a ser una tergiversación maliciosa. Por volver a la religión, esto se refleja en el debate sobre si los mitos religiosos son meramente modos sencillos de presentar profundas verdades o son nobles mentiras para mantener estúpidas a las masas y que sigan por el buen camino.
En política, el problema del spin benigno degenerando en engaño malicioso es muy real. Como ilustra la afirmación sobre las “relaciones sexuales” de Bill Clinton, el punto en el que el público empieza a objetar al spin coincide con el punto en que las personas razonables podrían sacar conclusiones equivocadas de él, no en el punto en que se aparta literalmente de la verdad. Y es probable que el spin alcance este punto habida cuenta de que todo su cometido normalmente consiste en motivar a la gente para que saque conclusiones más positivas sobre los hechos de lo que una observación más objetiva permitiría.
Aduciría que décadas de spin significan que incluso aquellos votantes que no creen todos los políticos mienten sí suponen que no tienen interés en la verdad de lo que dicen, sólo en sus efectos. Una cultura de spin hace que las categorías de verdad y mentira sean irrelevantes. Su foco en la presentación permite que las personas concluyan correctamente que la verdad y la falsedad no son las prioridades. Este es un factor que nos ha conducido a la llamada política de la “post-verdad”. En este entorno, los partidos populistas pueden hacer campaña sobre la base de poco más que oponerse al establishment y promesas falsas sobre un brillante futuro.
Cuando nos encontramos a nosotros mismos preocupados por las mentiras políticas y sus consecuencias, necesitamos entender que muchas mentiras políticas de hoy son ellas mismas la consecuencia de lo que parece no ser nada peor que intentar dejar la mejor de las impresiones. La obsesión con la presentación sitúa la política occidental en una pendiente resbaladiza donde la realidad juega un papel subordinado a la experiencia y la apelación emocional vence al argumento racional. Todo esto degrada el valor de la verdad, y también disminuye el valor negativo de las mentiras, debido a que verdad y falsedad pasan a tener una importancia marginal.
Si hay un camino de vuelta desde aquí va a ser largo y duro. De algún modo, los partidos generalistas creíbles necesitan recuperar su honestidad e integridad, para probar que puede confiarse en que dicen la verdad. La única buena noticia es que la honestidad y la autenticidad ahora son muy valoradas. De hecho, una razón por la que Trump por la que Trump consiguió decir cosas tan escandalosas es que la gente lo vió como prueba de que era un ser humano real y falible, no como un producto de la maquinaria del partido. Debemos empezar probando nuestra honestidad ahora que podemos reconstruir las pieza donde se revelan como son las mentiras de los populistas.
Julian Baggini
Philosopher