¿Quo vadis, Europa infecunda y multicultural?

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¿Quo vadis, Europa infecunda y multicultural?

Alejandro Macarron Larumbe
 Ingeniero de telecomunicación, consultor de estrategia empresarial y analista demográfico. Es autor de los libros «El suicidio demográfico de España» y «Suicidio demográfico en Occidente y medio mundo», entre otros. Fue fundador y director de la Fundación Renacimiento Demográfico.


Augusto Comte decía que el destino de una sociedad está en la demografía. El de una nación en la que cada año nacen menos niños es que su población autóctona envejezca por falta de savia joven, primero, y que tienda a desaparecer, después. El de una aldea en la que solo quedan algunos ancianos es quedar desierta de vida humana. El de una Francia que se va llenando durante décadas de una población magrebí-musulmana (a la) que se integra mal en la Republique, es padecer una fractura social creciente, como acreditan los sucesos dramáticos de julio de 2023, con un balance espeluznante: varios muertos; más de 700 policías heridos; más de 3.500 detenidos; 12.000 vehículos quemados; 2.500 edificios atacados o quemados, incluyendo muchas decenas de comisarías de policía y colegios; etc.

Una Europa cuya de fecundidad no llega a 2,1 hijos por mujer -el umbral de reemplazo[1] para que haya relevo generacional, esto es, que en unos 30 años haya aproximadamente el mismo número de mujeres de 15 a 44 años que en el presente- en ningún país, y en todos por un margen amplio y/o creciente, está abocada a que su población autóctona esté más y más envejecida, y merme en número de manera creciente, por superar las defunciones a los nacimientos por un margen cada vez mayor. A esta dinámica se le llama “invierno demográfico”, por analogía con la estación fría y sin vida / con mucha menos vida aparente en la naturaleza, o “suicidio demográfico”, ya que la sociedad tiende a envejecer y extinguirse poco a poco por falta de reemplazo generacional. Las dos gráficas siguientes dan una idea de cómo están avanzando ambos fenómenos: la reducción de población europea autóctona y su creciente envejecimiento.

Figura 1

[1]: El umbral de reemplazo era mucho más alto tradicionalmente, porque la mortalidad infantil y juvenil eran elevadísimas para nuestros estándares actuales. En España, hacia 1880 -y algo parecido ocurría en otros países europeos por aquellos tiempos o solo algunas décadas antes, así como en el resto del mundo-, la mitad de los niños fallecían antes de cumplir doce años. Sin un mínimo de 4,5 a 5 hijos por mujer, sociedades con tasas tan altas de mortalidad infantil habrían decaído con gran celeridad en población. Con una fecundidad como la española actual (1,2 hijos por mujer), su declive demográfico habría sido rapidísimo.

En algunos países, el efecto acumulado de los saldos vegetativos negativos es ya muy abultado. En Alemania, desde 1972, ha habido 6,5 millones largos, más muertes que nacimientos. En Italia, desde 1993, la merma es de unos 2,5 millones. En España, en los últimos 10 años, las muertes de españoles nativos han superado en 1,2 millones a los nacimientos de madres nacidas en España.

Figura 2

Actualmente y cada vez más, por demografía, el “Viejo Continente” es un “Continente de viejos”. El aumento en los últimos 40 años de la edad mediana de la población -la que la divide en dos mitades con igual número de personas-, y de su edad media, no tienen parangón en la Historia de Europa, y se prevé que siga creciendo. Es importante remarcar que el grueso del envejecimiento demográfico hasta ahora, y casi todos sus efectos negativos, no se deben al aumento de la esperanza de vida, sino a la caída de la natalidad. Así, en España, alrededor de un 75 % del crecimiento de la edad media de la población desde 1976 se debe al descenso del número de hijos por mujer. Y el otro 25 %, en gran medida, es inocuo, porque en el último medio siglo se ha retrasado la edad promedio de entrada en la vejez, y se ha ralentizado su progresión posterior, de modo que ahora muy pocas personas con 65 años son “viejas”, a diferencia de lo que ocurría tradicionalmente, razón por la cual se fijó hace alrededor de un siglo la edad de jubilación en los 65 años. Un jovencito Paul McCartney se imaginaba a sí mismo como un “viejo” en su deliciosa canción “When I’m Sixty Four”, de 1967. Ahora tiene 81 años, y no es un anciano.

¿Qué consecuencias cabe esperar de estas dinámicas demográficas? Con un punto de humildad, antes de dar una respuesta concluyente, es preciso señalar que estamos en terra incognita demográfica, porque nunca ha sido tan alta la esperanza de vida, ni se han dado de forma persistente tasas de fecundidad tan bajas en grandes masas de población (y si se dieron en algún tiempo y lugar, la sociedad correspondiente tuvo que mermar en población de forma acelerada, al ser históricamente mucho más altas que ahora las tasas de mortalidad a cualquier edad, y mucho más entre niños y jóvenes).  Por tanto, nos faltan datos empíricos que corroboren de forma concluyente lo que sigue. No obstante, por sentido común, y por lo que se va observando en países como Japón, en lo ahora llamamos “España vacía”, ya muy envejecidos, y en Occidente en general, cabría prever los siguientes efectos positivos y negativos que se recogen en los dos cuadros siguientes.

Figura 3
Figura 4

No hay monedas sin dos caras, ciertamente, pero los previsibles efectos positivos no compensarían ni de lejos los negativos. En lo económico, por cierto, mantener a los más mayores es más caro y generalmente menos grato que criar niños y jóvenes, en los cuales, además, el dinero empleado es una “inversión”, no un “gasto consuntivo”. En lo afectivo, no hay compensación posible a la creciente soledad doméstico-familiar, azote del siglo XXI en los países desarrollados, que es el resultado de dos fenómenos que se alimentan entre sí: la baja natalidad y la creciente desestructuración familiar. En los últimos 50 años, se ha multiplicado por seis el porcentaje de españoles que viven solos, y algo parecido sucede en todo Occidente. En cuanto a la gerontocracia electoral, esto es, el creciente poder electoral de los jubilados, basta con ver lo que ocurrió en la Gran Recesión en España. Entre 2007 y 2014, el PIB se contrajo un 4 % (y lo habría hecho mucho más sin el aumento descomunal que experimentó la deuda pública, la friolera de 650.000 millones de euros), y muchos millones de españoles sufrieron algo o mucho los zarpazos de la crisis, pero el gasto en pensiones de jubilación creció en torno al 50 %, a costa de déficits públicos asfixiantes, con efecto muy negativo en los tipos de interés que tuvieron que soportar las empresas y particulares en los peores años de las primas de riesgo. Y en el plano geopolítico, si la población de Europa -Rusia incluida- llegó a ser en torno al 25 % de la humanidad hacia 1900, en la Belle Époque, ahora representa el 9 % y va a menos aún, y su peso mundial en casi todos los campos es claramente declinante.

En general, los efectos positivos colaterales del proceso de suicidio demográfico son parecidos a lo que la muerte conlleva de poner fin a todo tipo de problemas y sufrimientos. ¡En los cementerios tampoco hay paro, ni pobreza, ni delincuencia, ni guerras, ni déficit público, ni corrupción, ni machismo, ni lo contrario! (por esa misma razón, no poca gente acaba con su vida suicidándose, para librarse de sufrimientos).

En paralelo al declive de los autóctonos, en Europa no para de crecer la población de origen extraeuropeo, en parte para cubrir la disminución del número de personas que conlleva -con unas décadas de retraso- la reducción de los nacimientos, en parte por unos Estados de Bienestar que atraen y retienen mucha más inmigración de la que requiere el mercado laboral, en parte por un incumplimiento generalizado de las leyes de extranjería y control de fronteras, en parte por la superior tasa de fecundidad los inmigrantes, y en especial los africanos y/o musulmanes. Y la gran pregunta es: ¿se puede compensar el suicidio demográfico europeo por falta de niños con inmigrantes? Solo parcialmente, de manera insuficiente, y con riesgos considerables.

En el plano económico, la inmigración puede aportar a Europa mano de obra con cualificación baja y medio-baja, ya que en el mundo actual hay un número enorme de personas con baja cualificación laboral que emigraría a Occidente, y eso es algo valioso. Pero no puede proporcionar suficiente mano de obra con cualificación alta y medio-alta (hay mucha menos oferta mundial de esta mano de obra), para los empleos que producen más riqueza e ingresos fiscales, cada vez más importantes en las modernas sociedades tecnificadas.

En el plano familiar-privado, la inmigración no sirve contra la desertificación afectiva que produce la falta de hijos. Nadie puede “importar” un inmigrante para que le dé cariño en la vejez como si fuera su hijo, si no los tuvo de joven. O si solo se tiene un hijo, no se le pueden traer “hermanos” del extranjero (de hecho, apenas hay ya adopciones internacionales).

Tampoco la inmigración detiene el envejecimiento social y los problemas que conlleva, solo reduce algo su ritmo de progresión. De 1996 a 2023 vinieron a España 7,4 millones de inmigrantes nuevos netos, que han tenido aquí unos dos millones de hijos. Sin esa inmigración, la edad media de la población habría aumentado unos ocho años. Con ella (más de 9 millones de personas de raíces foráneas, casi todas de mediana edad, jóvenes y niños) lo ha hecho “solo” seis, que sigue siendo muchísimo.

En cuanto a los riesgos de la inmigración, cabe citar los siguientes:

  • Que venga demasiada, atraída por un Estado de bienestar generoso y con control laxo de fronteras, lo que comporta un oneroso lastre al erario público en prestaciones y servicios públicos, más paro, erosión salarial en empleos menos cualificados por mayor competencia laboral, tensiones en el mercado de la vivienda, más congestión en servicios públicos como sanidad, etc. Es el caso de España, donde, pese a haber tasas de paro elevadísimas, la inmigración sigue llegando en masa (casi 700.000 inmigrantes netos más en 2022, según el INE).
  • Deficiente integración sociocultural, con sus secuelas de más delincuencia, yihadismo y fracturas sociales. Verbigracia: el caso de Francia.
  • Creer que con la inmigración ya no hacen falta más niños propios, con una mentalidad propia del peor “señorito clasista” del tópico: “renunciamos a tener niños. Que los tengan otros por y para nosotros en países más pobres”. ¿Y si deja de venir gente de fuera porque seamos países estancados por decrépitos, y en sus países de origen se tiende a vivir mejor?

Así pues, Europa necesita que aumente su tasa de natalidad, so pena de las graves consecuencias comentadas en este artículo, esto es, de que la respuesta al “¿Quo vadis” sea: “va hacia el colapso / desastre”. Y, sin embargo, de forma tan inexplicable como lamentable, el gravísimo déficit de nacimientos europeo no fue uno de los grandes temas propuestos por la UE en la reciente conferencia sobre el futuro de Europa, como tampoco figura una natalidad suficiente entre los objetivos de desarrollo sostenible de la ONU (ODS), pese a ser una amenaza de primer orden para la sostenibilidad social y económica a medio y largo plazo de Europa y un gran número de países de otras partes del mundo, en los cuales, entre todos, vive una amplia mayoría de la humanidad.

¿Cómo lograr que aumente la natalidad en Europa, hasta recuperar al menos el nivel de fecundidad de reemplazo (2,1 hijos por mujer, de media)? No es algo trivial de lograr, en absoluto, pero sí es vital que lo consigamos. Por nuestra parte, para concluir este artículo, sintetizamos en el siguiente cuadro lo que creemos que se debería hacer.

Figura 5