monográfico · ¿El fin de la infancia?
Demografía (no) es destino
Manuel Arias Maldonado
Catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Ha sido Becario Fulbright en la Universidad de Berkeley y es autor, entre otros, de La democracia sentimental (Página Indómita, 2016), Antropoceno (Taurus, 2018) y Abecedario democrático (Turner, 2021). Es columnista del diario El Mundo y colaborador habitual de Letras Libres, donde publica Casa Rorty, un blog de pensamiento político y crítica cultural, así como de The Objective.
Es significativo que las advertencias sobre el potencial catastrófico de los cambios demográficos recurran una y otra vez a la imagen de la bomba que terminará por estallar si no se hace nada por impedirlo; más sorprendente resulta que el sentido de la advertencia haya cambiado radicalmente de signo en el curso de apenas medio siglo. Pero así es: Paul Ehrlich, especialista de Stanford en biología de poblaciones, abrió fuego en 1968 con The Population Bomb, ensayo que retomaba las inquietudes de Malthus —sin llegar a citarlo en sus más de doscientas páginas— y alertaba de que los países en vías de desarrollo se enfrentarían muy pronto a una irremisible hambruna global por efecto del aumento sostenido de su natalidad. Para colmo, esta última ponía en peligro a medio plazo la habitabilidad de la «nave espacial Tierra» —el visionario Buckminster Fuller acababa de recuperar esa expresión en un libro de cierta resonancia— e impedir tan funesto resultado exigía la acción decidida y concertada de las élites globales. Si la bomba llegaba a estallar, en otras palabras, no viviríamos para contarlo.
Así fueron los años 70: hambrientos, histéricos, desnudos. Pero estamos ya en la tercera década del siglo XXI y un miedo ha sido reemplazado por otro: ahora es el canadiense Mark Adler, presidente de una organización dedicada al estudio del envejecimiento, quien nos habla en un libro aparecido en 2019 de una Time Bomb o «bomba de relojería» causada por el envejecimiento global de la población. Ante este fenómeno, cuyas causas simultáneas son el descenso de la natalidad y el aumento de la longevidad, es necesario reaccionar antes de que sea demasiado tarde; los gobiernos deben paliar las consecuencias negativas de esta tendencia en apariencia imparable, transformando de raíz unos sistemas fiscales, laborales y asistenciales que se fundan sobre premisas que han devenido obsoletas. Algo de esto vamos sabiendo ya en una sociedad como la española, donde el coste de las pensiones se ha convertido en un serio problema político cuyas implicaciones todavía no han sido abordadas por nuestros sucesivos gobiernos de una manera realista.
El contraste entre estas dos explosiones imaginadas, cada una de ellas proyectada sobre un futuro indefinido y, sin embargo, próximo, no puede ser mayor: en cinco décadas hemos pasado del miedo a la superpoblación (recordemos aquel cine de ciencia-ficción en el que se comían cadáveres sin que el consumidor conociese el origen del producto) al temor de que no sabremos lidiar con un mundo donde nacerán pocos niños y abundarán los ancianos (la reciente película japonesa Plan 75 fantasea con una sociedad donde se ofrece la eutanasia voluntaria a los mayores). Pero los datos empíricos avalan este cambio global; si el temor a la superpoblación en los años 70 se basaba en el mantenimiento de altas tasas de natalidad en lo que hoy llamamos Sur Global, sin que los países ricos mostrasen aún signos de que la suya iba a desplomarse, lo que se constata en la actualidad —algunos investigadores consideran que las tendencias son incluso más intensas y veloces de lo que nos parece— es un descenso pronunciado de la natalidad en países ricos y países emergentes, con las excepciones del Oriente Próximo y algunos países africanos, acompañado por un aumento de la longevidad especialmente llamativo en las sociedades avanzadas. Se dice que Japón, una sociedad especialmente refractaria a la inmigración extranjera, pasará de los 125 millones de hoy a solo 75 a finales de este siglo. Y se dice pronto.
¿Cómo es posible? O, si se prefiere: ¿qué ha pasado? La respuesta es muy sencilla: ha pasado el progreso material y moral que trae consigo la modernidad, aunque no sea lo único que esta trae consigo. Ha pasado y, de hecho, sigue pasando. Progreso material, porque el crecimiento económico cambia las expectativas de los individuos, modificando sus valores tanto como sus expectativas y reduciendo el peso relativo de un mundo rural premoderno donde tener más hijos era disponer de futura mano de obra; y progreso material, porque la creciente igualdad entre hombres y mujeres otorga a estas últimas mayor poder de decisión sobre su propia descendencia y resulta que las mujeres, si pudieran elegir, querrían tener solo dos hijos de acuerdo con las encuestas que se dedican a preguntarles. Súmese a ello un cambio cultural que debilita el vínculo entre reproducción familiar y realización personal, así como, desde luego, el alargamiento de la vida gracias a las mejoras en la atención sanitaria y a la mayor autoconciencia personal acerca de riesgos tales como el consumo de tabaco o alcohol. Aunque también ha aumentado el número de personas que deciden no tener hijos o encuentran dificultades para hacerlo tras pasar la primera mitad de su vida dedicadas a su carrera profesional o los viajes de bajo coste a destinos exóticos, un efecto asimismo del cambio de valores, su impacto es todavía relativo: el ideal universal mayoritario sigue siendo la familia nuclear con descendencia, que en ocasiones puede verse entorpecido por la precariedad laboral o la falta de ayuda pública. Los filósofos antinatalistas están lejos de ejercer la influencia que desearían.
Pues bien, a la vista de que viven hoy en el planeta Tierra más de 8000 millones de personas, y calculándose que el peak child podría alcanzarse a finales de este siglo cuando la humanidad alcance los 10.500 millones de integrantes, sería absurdo preocuparse por la supervivencia de la especie: nada habría que objetar al hecho de que los individuos, en distintas latitudes, decidan tener menos hijos. ¡Y no digamos vivir más años! Nadie quiere morirse antes de tiempo y casi nunca creemos que sea el momento de hacerlo. Asunto distinto es que la transición demográfica que parece conducirnos de manera irremisible hacia un mundo menos poblado —si bien no podemos saber todavía en qué precisa medida ni debemos dar por segura ninguna predicción, comprobado como está que incluso los best-sellers pueden equivocarse de pleno— esté libre de dificultades.
Todo lo contrario: unos perderán fuerza geopolítica y otros sufrirán las tensiones derivadas del aumento de la población de origen extranjero, mientras que muchas sociedades ricas tendrán dificultades para lidiar con la multiplicación del número de sus pensionistas y la reducción de la base laboral llamada a producir la riqueza necesaria para mantener el nivel asistencial de un Estado del Bienestar cada vez más exigido. De la misma manera, el envejecimiento podría dar lugar a una cultura menos dinámica y generar recelo hacia la innovación tecnológica. Y basta echar un vistazo a las democracias europeas para constatar —es el caso español— que la masa de los pensionistas condiciona las políticas públicas y los presupuestos nacionales, perjudicando en muchos casos a unos jóvenes que carecen de la fuerza demográfica y de la organización necesaria para hacer valer sus intereses. Hablamos así de un cambio demográfico con costes desigualmente repartidos, también entre las distintas regiones dentro de un mismo país; algunas parecen destinadas a extinguirse y el resto florece por la migración interna y la recepción de extranjeros.
De manera que el problema está en la transición hacia un mundo menos poblado, si es que la tendencia no se revierte por el camino; lo que venga una vez salvado ese socavón demográfico no debería preocuparnos demasiado. Mientras tanto, eso que Charles Goodhart y Manoj Pradhmam llaman «la gran inversión demográfica» generará costes y daños que demandan, desde ya mismo, inteligencia política y adaptabilidad social; quizá podamos confiar más en la segunda que en la primera. Lo que no está claro es que sea de mucha ayuda recurrir a un vocabulario recargado, herencia del ecologismo catastrofista de los años 70, que recurre a nociones como bomba o colapso para designar cambios graduales que no producirán escenarios apocalípticos: ¿o es que la metáfora de la «bomba demográfica» estalla de verdad? No sucederá que amanezcan los colegios vacíos o entremos de repente en ciudades abandonadas; el proceso es gradual y, por lo tanto, manejable. En la medida en que el cambio demográfico global es resultado del progreso material y del ejercicio de la autonomía individual, no habríamos de lamentarnos más de la cuenta. Máxime cuando el impacto antropogénico sobre los sistemas naturales se verá aliviado como efecto del descenso del número de seres humanos en el planeta; un efecto no buscado, más deseable.
Ni que decir tiene que la aceptación de un fenómeno social que no se deja regular ni controlar fácilmente tiene que ir acompañada del intento por remover los obstáculos que dificultan la reproducción de quienes desearían tener hijos y no pueden; igual que habríamos de trabajar para que la población de países como Egipto o Siria o Angola deje de crecer. Pero, ¿cómo se hace tal cosa? Tan razonables son las llamadas preventivas de atención como desaconsejables los estados de pánico inducidos por el sensacionalismo político; asunto distinto es que lo primero quizá no pueda funcionar sin lo segundo. Es más: sin inquietar a los ciudadanos será difícil amasar el capital político necesario para tomar medidas tan impopulares como necesarias. No desactivemos aún, entonces, la bomba metafórica.